De repente se han apagado los aplausos.

Los balcones han quitado las risas, el encuentro, el agradecimiento y los geranios para colgar mordazas, coronas de espinas y banderas rojigualdas que ondean con la propiedad de la patria desposeída.

Así funciona este país desde hace siglos.

Yo, de momento no necesito exhibiciones inútiles. Amo el lugar en el que nací y por el que trabajo cada día.

Si se apaga el candil de la esperanza, tendremos que buscar aceite en las reservas de nuestra alma.