Tengo en mi casa un campamento de virus. Seres tan invisibles como la muerte, tan minúsculos como un silencio, tan anodinos como esas motas de polvo que se quedan temblando en las esquinas de los armarios, imperceptibles y transparentes: fantasmas insustanciales de una historia detenida.

Pero lo cierto es que ya los siento como míos. Son parte de mi familia: évola, gripe, varicela, VIH, herpes… les encanta ponerse nombres singulares y complicados y tan retorcidos como una monarquía. No digo más, al último lo han bautizado como coronavirus.

Aunque nos asusten, en el fondo, son seres entrañables. Una acaba tomándoles cariño. Creo que voy a adoptarlos.

Por fin seré una mujer solidaria… y libre.