Hay días que te asomas a la ventana y la calle de siempre se ha vuelto un lejano desierto de latidos incontables, un páramo desolado de extranjeros vecindarios, de fronteras infinitas como los ayes de un moribundo.
Y es el mismo balcón con geranios disecados, los mismos ojos oteando las vergüenzas ajenas, la misma curiosidad llenando el ladrillo que impregna de moho el nombre impertérrito de las calles.
Algunos transeúntes me miran con disimulo desde su ignorancia elemental sobre el sabor de mi tristeza, otros me saludan con las pestañas abiertas al infinito del infortunio y los que más, ni siquiera me reconocen en el paisaje multicelular del asfalto y el semáforo en rojo.
Ya no reconozco el paisaje que me habita, hoy solo soy una gárgola prendida en la vital esencia de la ciudad sin luz.
2010
Precioso, gracias por compartir tu alma
Muchas gracias Ana.
Un retrato de las tristezas del alma, en su día. Profundo.
Muchas gracias.