La Madre de todas las Pandemías se asomó a nuestras vidas hace ya algunas semanas. Esa que nos empujó, como peleles de paja, al rincón más oscuro de nuestra intocable egolatría, perversamente perfecta, intocablemente humana. 

Pero a la Gran Madre le han nacido incontables vástagos, hijitos con los pies de barro, la mente ahuecada y la boca excesivamente suelta. Virus para los que no hay vacuna, ni se le espera; los que se regodean en su propia putrefacción, escurridizos como babosas en las charcas sombrías de nuestra propia historia. La de todos.

En el nombre de una libertad que nunca han defendido, excepto para sí mismos, enarbolan banderas, airean cacerolas o gritan consignas con las esesssss arrastradas como buenos habitantes de un mundo paralelo ajeno a lo humano y más cerca de lo dioses paganos de Dolce y Gabbana. Y se extienden como virus insurrectos que consiguen inocular su veneno en aquellos otros, tan descerebrados como ellos, pero más pobres, que aún creen en las leyendas de Don Pelayo y el Cid Campeador.

Y aquí estoy, con la mascarilla para mantener al Gran Virus controlado y con la mordaza para que esos hijitos díscolos no me destrocen el hígado ni la memoria. Soy una buena ciudadana. Mantengan su distancia. Gracias.