Recuerdo aquellos domingos de invierno en los que buscábamos el abrigo del hogar. Una película, el sofá, la manta y una bolsa de pipas. Era el momento de encontrarnos tras una semana de idas y venidas, encuentros fugaces y desencuentros superados, a menudo, con el silencio.
También recuerdo los domingos de primavera y otoño paseando por la montaña, jugando a saltar las hojas ocres o recogiendo las primeras prímulas salvajemente serviciales. Corriendo bajo el manto sereno de la lluvia, disfrutábamos de ese perfume que regala la naturaleza cuando se va transformando.
Y esos domingos de verano que saben a arena caliente y dulce salitre. A sandía bulliciosa, a cerveza de terraza y helado de vainilla. Esos domingos donde hasta las sombras abrasan y las noches se perpetúan ausentes de brisa. Domingos de luz infinita encaramados en todos los rompeolas de la vida.
Domingos de mi vida que hoy se deslizan por la memoria.
…»cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor»…