Hoy me he puesto las zapatillas de andar. Hacía tanto que no me daba un paseo que temía que hubiesen quedado mimetizadas con el paisaje estático de mi casa. Me ha costado encontrarlas. De hecho casi no recordaba cuál era su color. Pero allí estaban. Esperándome, relajadamente emparejadas.

Puede que sólo sea fruto de mi imaginación pero me ha parecido ver como se les erizaban las cordoneras, casi deshilachadas por el abandono, al mismo tiempo que las plantillas emitían un suspiro de alivio viendo que salían, por fin, del forzado confinamiento de la caja de cartón. Las suelas se contoneaba como danzarinas  exóticas de «las mil y una noches», entre el entusiasmo recobrado y la sorpresa de una nueva aventura, por fin recuperada. 

La brújula de las punteras miraban hacia el norte de la puerta mientras gritaban consignas de libertad, pero al llegar a la frontera una alambrada impenetrable nos ha detenido. Hoy tampoco pisaríamos la calle, pero el paseo no nos lo íbamos a perder. De la cocina hasta el salón, del dormitorio al cuarto de baño, visita al «desastrero», una vueltecita por la galería y cuatro entradas al cuarto de Alma que anda enredada entre el latín, el valenciano y la filosofía desbocada. Hoy toca jornada completa.

No hemos salido a la calle pero, mis zapatillas y yo, hacía tiempo que no nos sentíamos tan felices.