Debajo de mi casa hay un despacho de pan. La dependienta se llama Mari. Ninguno de estos días de aislamiento ha dejado de abrir su panadería. Su sonrisa ilumina todo el barrio como una catarata de fuegos artificiales, ahora reflejada sólo en sus ojos.

Como en una letanía de primero de catecismo, hemos aprendido a rezar una oración de esperanza:

El pan nuestro de cada día dánoslo hoy.

Y Mari, enfundada en sus guantes y con su mascarilla reglamentaria, guardando la más prudente de las distancias, nos entrega el bien más preciado del día. 

Menos mal, hoy sólo pasaremos hambre de libertad.