No nos ha dado tiempo a desplegar los paraguas. Y llueve.

Y ahora, de repente, se ha instalado el otoño.

Es cierto que asomándose octubre por las esquinas del calendario toca alargarse las mangas, cubrirse las rodillas e inventarse un dobladillo más para las díscolas faldas del verano.

Pero siempre sucede igual: de forma instantánea, sin avisar, dejándonos en mitad de una frontera vestida entre hojas ocres y el salitre espumoso de la arena.

No queda tiempo para la añoranza.

Solo quedar seguir camino y esperar que el sol, de nuevo, aparezca sobre el horizonte de la esperanza.

Quizás mañana. O tal vez nunca.

Fluir, como fluye el silencio en la incógnita de todas las despedidas.