Hace muchos años que no rezo, al menos hacia el exterior. De vez en cuando lo hago mirando al fondo de mí misma, como si la voz se hubiese caído a un pozo y la conciencia, curiosa y lasciva, la mirara desde el ojo luminoso del paisaje.

Recuerdo aquellos domingos de obligado cumplimiento, rodillas en el suelo, mirada lacónica y persignación rutinaria, ya sin la pasión ni pecado que te obliga a hacer un acto de contricción. Sin embargo, siempre sentía arrepentimiento, arrepentimiento por nada, si acaso por esos pensamientos impuros que me invitaban a volar, a volar sobre el horizonte de la esperanza, soltando lastre, rompiendo cadenas.

Señor, hoy ya no me arrepiento de nada, por eso cuando truena, en vez de acordarme de Santa Bárbara, me acuerdo de Perico que vive en la calle, entre cartones, desde que lo expulsaron del paraíso de esta sociedad ilimitadamente hipócrita.

Sin embargo, de vez en cuando rezo, hacia adentro, hacia el fondo de mí misma, como si la voz andara naufragando en el proceloso océano de la conciencia.