Alicia se colocó la chistera con tal delicadeza que apenas se movió ni un sólo de sus ricitos de oro. Entró en la casita de chocolate, en la que una familia de osos esperaban impacientes la llegada de Caperucita Roja. 

-El pastel que hace la Bruja, con ricas frambuesas y manzanas envenenadas, es el que más nos gusta.-dijo mamá osa con su voz de soprano aterciopelada.

Alicia no le pareció correcto que un pastel con manzanas envenenadas fuera el mejor de los manjares, sobre todo porque, según le dijo Cenicienta, las manzanas son indigestas, mucho más si se toman pasada la medianoche. Sin embargo, prefirió esperar. Según el reloj de cuco que colgaba sobre la chimenea, todavía faltaban algunos minutos para las doce, hora exacta en la que tenía que coger la calabaza rodante para ir a la fiesta de No-Cumpleaños del Príncipe Morado (de tanto darle al vino había subido un tono de color). 

Apenas pasaron unos segundos, el umbral de la casita se iluminó con la presencia de Caperucita que lucía sus mejores galas, su capa roja, repleta de purpurina y lentejuelas, conjuntaba a la perfección con los chapines de rubíes que le llevarían de vuelta a Oz. Colgada del brazo de el Lobo Feroz, hizo una reverencia, y se despidió con solemnidad:

-Colorín colorado, este cuento no ha acabado.

Así es como descubrí que dentro del caos, la imaginación obra milagros y que la prudencia es nuestra mejor compañera.