Las banderas se quedan siempre solas, engarzadas a un palo, ondeando su textil  anatomía a merced de un viento caprichosamente ridículo. Lanzando sus consignas solidarias, herméticas y, en la mayoría de ocasiones, vacías. 

Sin embargo, como fantasmagóricas figuras anacrónicas y voraces, de vez en cuando se descuelgan envolviendo las espaldas, ajustándose a las gráciles cinturas o dejándose entrever por las mejillas bucólicas de la patria más rancia y despistada.

Las banderas nos son nada si detrás de ellas no hay un corazón grupal, una voz múltiple cuya única consigna sea el respeto y la libertad.

Las banderas se quedan siempre solas, lanzando lágrimas de fibra, pequeñas pústulas de algodón, deshilachadas y enfermas, como descoloridos fantasmas en un mundo agonizante de luz.