Hace muchos siglos que el ser humano dejo de ser responsable. Nada le importa más que su ombligo. Nada más necesario que su propio ego coronando las monarquías de la supremacía.
Dueño y señor de todo lo imaginable, y de lo inventado, Dios lo alzó como su creación más perfecta, la única que podría dictar leyes, límites y fronteras; la única capaz de destruir a su antojo, de erigir figuras con pies barro sobre los pedestales áureos de la idolatría.
Como en un soliloquio de vanidades infinitas, regurgita sus propios pensamientos:
«Si somos perfectos y todopoderosos, también somos eternos. Nada nos puede destruir. Ni siquiera el tiempo. Después descansaremos junto al Padre a esperar la Resurrección. Por lo tanto, si mi destrucción no existe, puedo manejar la destrucción de todo lo gira a mi alrededor. Estoy aislado de culpa y pecado.«
La humanidad está enferma desde hace muchos siglos. Un invisible bichito ha venido a confirmarlo.
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