Gracias a las redes sociales, a las video-llamadas o a los blogs, podemos comunicarnos a través de la distancia. Aquellos a los que no podemos tocar, abrazar o besar, incluso a los que no conocemos (ni tenemos ninguna intención de conocer)  les entregamos palabras, consejos sin sustancia, diálogos inconexos y… conversaciones idiotas. Así nos comunicamos, o eso creemos, de esta forma abolimos la soledad entrando en un círculo social imaginario y descerebrado.

Hablamos de lo que toca: el maldito coronavirus, las gestiones del gobierno o las inmensas dificultades para llegar al fin de un mes vacío en las manos y en los bolsillos. Y hablamos con la contundencia de un jefe de estado, de un cirujano o de un economista. No sabemos distinguir un virus de una bacteria, ni el IRPF del PIB, incluso confundimos la mano izquierda con la derecha, pero nos sentimos catedráticos incuestionables, doctores honoris causa en la Universidad de la Vida (como si el resto de mortales, más preparados que nosotros, hubieran estado congelados todos estos años).

Un poco de silencio nos haría, también, mucho bien.