Los sábados siempre han sido especiales en mi vida, sobre todo porque era el único día en el que  la noche podía eternizarse gracias a ese domingo benigno que nos permite dormir hasta bien entrada la mañana.

Hace algunos años, bastantes, mis sábados eran otros a los de hoy. Mi adolescente paciencia me ayudaba a peinarme tranquilamente, ajustarme los vaqueros o colocarme el rimmel sin salpicar el espejo del baño. Las discotecas se convertían en una plaza de pueblo oscura, con luces cegadoras y olor a rancia gomina. Un San Francisco o una cerveza era la guinda perfecta que prometía el éxito fugaz de un fin de semana tan anodino como impactante.

Hoy mis sábados son distintos. Con los años he perdido paciencia, o quizás no; he ganado experiencia, o quizás no. Hoy mis sábados son un silencio infinito que anda bailando en el pentagrama de aquellas canciones que hicieron tambalear mi juventud. De aquella enfermedad, también me libré.