Jake no entiende que, de repente, todos estemos en casa. Es como si la familia de los domingos por la tarde se hubiera quedado estática en el calendario. Ahora ocupamos su sofá las 24 horas, no le damos tregua para el silencio o le abrazamos desesperadamente como si en ello nos fuera el amor, la vida, o ambas cosas. Él no sabe que es el único que está libre de este mudo tormento que nos habita.

Ya no ladra por la ventana a los niños que van al colegio cargando sus mochilas y sus bocadillos de nocilla. Porque en las calles no hay niños. Tampoco se encarama, desafiante de ternura, a las rodillas de los abuelos, a los que regala un ladrido de complaciente alegría. Porque en las calles tampoco hay abuelos.

Jake no entiende por qué, de repente, el mundo ha cambiado tanto. Jake es un perro. Desconoce que su corazón limpio es el único que se libra de esta soledad impuesta, de este holocausto de vanidades humanas en el que todos naufragamos a la deriva de un futuro incierto. Quizás sea verdad que sólo los perros merecen ir al cielo.