De vez en cuando viene bien un descanso para la mente y el espíritu. Aunque, puestos a elegir, prefiero irme de retiro espiritual al Caribe, a las islas Seychelles e, incluso, a Ibiza. Las cuatro paredes de mi casa y el paisaje tras la ventana, ya me lo conozco de sobra, por más que intente inventar uno nuevo cada día.
Pero este repentino y obligado descanso nos ha servido, además de para conocer a este descarnado y devastador virus, para descubrir otro tipo de pandemia, quizás la más peligrosa, la que nos aniquilará con más ferocidad que un bichito invisible: la de los intolerantes.
Tengo la sensación que estamos retrocediendo a pasos agigantados: intolerables brotes de racismo, manos alzadas ante un aguilucho o una esvástica, atención sanitaria dependiendo de tu capital, la prohibición de «Lo que el viento se llevó», la cabeza de Cristobal Colón rodando por toda América… esperemos que no se enteren de lo que pasaba en el Coliseo Romano.
La historia está para conocerla, entenderla (en la medida que sea posible) y aprender de ella para ir caminando hacia un futuro más habitable y generoso para todos. Ya lo dijo aquel pensador: «Conocer la historia para no repetirla».
¿A qué distancia estarán las cavernas de nuestro calendario? Ya parece que he visto a un diplodocus paseando por el jardín de mi vecino.
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