Ser un ente social tienen sus ventajas y, también, sus inconvenientes.

Si colocamos la balanza, siempre ganará el positivo optimismo del roce social, el amor fraterno y la empatía, a veces inventada, que nos abre los poros emocionales del corazón. 

No lo vamos a negar: somos seres racionales, emotivos y, en la mayoría de casos, bastante hipócritas.

Pero más allá del abrazo, el beso o el saludo matutino, ha llegado a nuestras vidas: la amistad virtual. Es decir, ese lugar de reunión anodino en el que los seres a los que conoces, o crees conocer, y que incluso te parecen simpáticos, emotivos y entrañables, se convierten en auténticos monstruos defendiendo consignas imposibles, guerras arcaicas o culturas subyugadas al martirio y sufrimiento del resto.

Lo confieso: en el mundo real soy una cobarde, pero en el virtual me he convertido en una kamikace, he iniciado un holocausto-amistoso-virtual. No discrimino por color, sexo, ideología o falta de afecto. Sólo tengo una frontera: el respeto.

Después de tanta soledad me he dado cuenta que hay ventanas que ya no merecen estar abiertas.