El tiempo, de repente, se ha convertido en un minúsculo cronómetro con los granos de arena limitados.
A veces parecen repetidos. Otros suenan a presentidos. Y los que menos, a sorprendentes. Hemos entrado en una línea tan horizontal como la innecesaria soledad del horizonte.
Sin embargo, todos los días, sin olvidar uno en mi senil memoria, me acuerdo de todos aquellos a los que amo.
A los que acaban de llegar a mi vida para llenar las copas de la esperanza.
A los que estuvieron siempre con los brazos abiertos y la luz encendida.
A los de sangre.
A los de aliento.
A los que no sabía que quería,
a los que no sabían que me querían.
A los que se fueron.
A los que permanecen.
A los que vendrán.
A los que nunca se fueron.
El tiempo se acorta a la medida justa que el amor se agranda.
Se vuelve urgente olvidar la voz del dolor para ampliar el susurro de la alegría.
Amo en la justa medida de mi memoria y en perfecto equilibrio de mi corazón.
Estoy a salvo.
Sin embargo, todos los días, sin olvidar uno en mi senil memoria, me acuerdo de todos aquellos a los que amo.
Amo amar.
Hoy ha amanecido sábado.
La ciudad desprendía un olor a rutina, a sencillez de mercadillo,
baldosas amarillas buscando ofertas,
melocotones en almíbar o
la frescura lírica de cerezas que se exceden de pura redondez,
tal livianamente persuasivas.
Hoy ha amanecido un sábado amor.
Teníamos una cita.
Una cita de esas que liberan todos los pecados,
rememoran todos los recuerdos,
revitalizan la neurona de la felicidad.
Citas que se balancean entre los silencios presentidos
y las palabras abocadas a la luz del olvido.
Amar es divertido
y es la única medicina para curar la mortalidad.
«No solo mueren los seres vivos, también fallecen las ideas, los amores, las amistades y los sueños. Pero ¿en qué lugar se incinera tanto sentimiento baldío? ¿Cómo se afronta ese duelo?»
Antolín se cayó de la cama con el primer compás del despertador. Tenía la sensación de haber vivido una historia tan tétrica que hasta la garganta le sabía a azufre.
Apenas podía definir las imágenes pero tenía una extraña sensación de familiaridad. Seres voluptuosos, cercanos y oscuros, con los incisivos recubiertos de un sarro rancio y lejano, sin embargo tan cercano. «Somos tus amigos», dijeron con la voz ronca de la arrogancia perpetua.
A pesar de la clara y tétrica experiencia, Antolín seguía confiando, aunque algo en su corazón se había roto con el golpe.
Mientras tanto, la música sonaba intentando despertarle.
Y de repente llega la oscuridad. El silencio. La palabra oculta tras los fogones de la insistente soledad. El adiós nunca dicho. Ese saludo de lejos, entre los tomates y las acelgas del mercado, entre el calor vespertino y el frío incontrolado. Las palabras colgadas entre el ladrido de los perros y ese minúsculo espacio para desear que el tiempo nos fuese largo y benévolo.
Esta avenida, en la que las acacias se han doblegado ante el incipiente otoño de tu ausencia, llevará el nombre de tus pasos, mientras el eco de tu sonrisa seguirá balanceándose en esta eternidad bordada de manos amigas, abrazos cercanos, palabras que llevan la miel íntima de tu huella.
Jamás dijimos «adiós», siempre fue un «hasta pronto».
«Hacedora de versos» (lo que la RAE llama poetisa)
Maceradora de palabras en casi todos los formatos.
Actriz a ratos.
Madre en prácticas.
Ama de casa en contrato indefinidamente temporal.
(Para saber del currículum completo, preguntar sin vergüenza. Se responde a todo y, de vez en cuando con la verdad.
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