Ya son las ocho de la noche. En mi casa no hay balcón pero sí unas amplias ventanas, suficientes para asomar las manos. Nunca pensé que pudieran servir para tanto, para tanto y tan poco.

Una lluvia de aplausos se desprende, como una catarata incontenible, desde la cima de hormigón, besa el asfalto, se impregna en las baldosas de la acera y merodea las esquinas, abrazando las solitarias farolas como meretrices esquivas.

Aplausos que entonan melodías de sinfonías agridulces, las mismas que quieren hablar de esperanza sobre los alambiques de la incertidumbre, esas mismas que ensordecen el miedo y lo dejan flotando en el limbo crepuscular de la noche naciente.

Tenemos una cita. Nos vemos mañana a las ocho.