El tiempo se ha detenido en el vértice fugaz del calendario convirtiendo los domingos en días de diario. Ya no existen los festivos.

El reloj, desoyendo la lógica, ha detenido sus manecillas para imponer el ritmo mortecino del vacío.

Detrás de la ventana ya no existe la noche y el día, sólo la oscuridad y el brillo deshilado de un astro inalcanzable. El sol sigue esculpiendo sombras sobre los edificios en los que la gente se agazapa tras las cortinas.

Sin embargo, puedo escuchar la sinfonía jubilosa de río. Más azulado que nunca. El piar armonioso de las tórtolas. El canto floreado del jilguero sobre el volcán desmesurado de las acacias. Hasta aquí llega el rumor de las alcachofas que discuten, alborozadas, con un ramillete de obstinados espárragos. El limón, desbordado de ácido enamorado, invita a la naranja a la siesta de las fresas. Y la huerta, en profundo éxtasis, amplifica el eco de sus tímidas criaturas.

Me siento a escuchar la gélida torpeza de mis pensamientos, y sólo me llega el rumor de una única palabra: paciencia.