Bienvenidos al hogar de mi alma

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EL DOLOR

A mi madre

El dolor encuentra escondites infinitos.

Se agazapa entre las sábanas. Busca hueco en las almohadas.

Deja el mantel vacío y el plato desnudo, abrazando las tímidas cucharas como brazos yertos de un acero inoxidable, inexorablemente baldío.

Se queda colgando en las cortinas, hace pliegues con la memoria, embarazadamente difuso sobre el recodo de los armarios.

El dolor conoce todas las leyes del infinito, las transforma y las disuelve, las mutila y multiplica. El dolor es el dios de la frágil vida.

A partir de ahora, toca adoptarlo como a un niño desvalido que se sienta a nuestra mesa con el hambre voraz del infinito, con la herida abierta del amor perdido, con la soledad remota del que ha dejado en el camino la mitad de su existencia.

El dolor, madre mía, ahora, es tu sexto hijo.

Te quiero más allá de mi voz y mis contornos.

UN MAL DÍA LO TIENE CUALQUIERA

-Disculpe señora enfermera, pero creo que mi padre acaba de fallecer.

-¿A estas horas? Pues no me viene bien. Es el momento del bífidus, que luego el intestino no me transita nada.

-Lo siento pero… ya no respira.

-Agonizando desde las diez de la mañana y tenía que ser ahora que acabo de entrar al turno. Ya se le podía haber muerto a la de antes, que es asquerosamente amable con todos los pacientes. O a la próxima que tiene la capacidad de empatizar con las familias, especialmente con aquellas que sufren con la pérdida de los familiares. Por cierto ¿usted qué hace aquí? ¿por dónde ha entrado que no la he visto?

-Por la puerta, incluso en los hospitales hay puertas, puertas que se abren y se cierran, algunas para siempre.

-No sé si se lo han explicado, pero no puede estar en contacto con el infectado.

-El infectado es mi padre y acaba de fallecer.

-¿Y usted cómo lo sabe?

-¿Que es mi padre?

-A mí que sea su padre me da igual. ¿Cómo puede afirmar que acaba de fallecer? Hasta que no le haga un electrocardiograma es imposible afirmarlo. Márchese, por favor y no venga a darme lecciones de medicina. ¡Estos huérfanos, siempre importunando!

No sé cómo encontré la puerta de salida que daba al pasillo.

Conté hasta 57. Los mismos años que compartí con mi padre.

No quise mandarla a la mierda por respeto a todas las maravillosas profesionales que nos habían atendido durante ese tiempo.

Pensé: «Ha tenido un mal día, no se ha muerto nadie en su familia«.

LAS ESQUINAS DEL LUTO

El luto sabe a vino rancio. Soledad aguada y esperanza catatónica.

El luto tiene cuatro esquinas como la cama de un moribundo.

Cuatro esquinas amparadas por las interrogantes del alma, mientras un batallón de puntos suspensivos se deslizan, agónicos, entre los pliegues crepusculares de la esperanza.

El silencio se vuelve denso, como la eterna gelatina de un beso discontinuo.

Cuatro esquinas para un solo duelo.

El silencio.

La tristeza.

El llanto.

El recuerdo.

Y desde el horizonte, llegando como una fina lluvia, el amor.

Todo lo demás es accesorio, incluso la luz.

LUTO

Para todas las madres que han perdido a sus hijos.

Para ti, Mercedes, desde el corazón.

Se me ha amontonado el luto como se aglutinan las moscas ante la miel del verano.

Como se desperdician las manos en los andenes vacíos tras la salida del último tren sin pasajeros. Un tren que se escapa, indecente e imprevisible, con la maleta perdida que guarda el aliento de nuestra propia vida.

Se ha quedado pequeño el latido, tan minúsculo como una porción desmemoriada naufragando en el último capítulo de la esperanza.

Y ya nada parece que sea real, salvo este impulso visceral de descorrer las ventanas para lanzarse al vacío del olvido.

Y que todo vuelva a empezar, y que el vientre se dilate, de nuevo, como una nube de inmaculadas esencias. Útero azul hospedando la eternidad.

Sin embargo, el vacío de ti, como un enjambre de euforia desbocada, toma asiento en el salón.

Sabes que ya nunca volverá el paisaje de antes, aunque el camino, jalonado de silenciosos cipreses, empuja. Cada guijarro impone un nuevo punto de sutura.

Ahora toca sobrevivir.

Se nos ha amontonado el luto.

Imposible vencer al dolor con un solo corazón.

FALLECÍ AYER

Fallecí ayer. No me di cuenta. El caso es que pasé todo el día como desmemoriada, excesivamente eufórica, catatónicamente imperfecta. Un síndrome agudizado de mi propia naturaleza ecléctica y pragmática.

Era yo en la misma esencia del olvido, o quizás el recuerdo fugaz de un pensamiento caduco y mortecino. Lo cierto es que fallecí ayer. Acababa de cumplir los cincuenta y siete. Mayo cerraba su última ventana. Huele a asfalto y madreselva.

He cumplido mi promesa de vivir hasta el límite sibilino de mi conciencia. Solo he dejado una tarea pendiente: escribir mi epitafio.

He decidido volver. Esperadme.

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