A mi madre

El dolor encuentra escondites infinitos.

Se agazapa entre las sábanas. Busca hueco en las almohadas.

Deja el mantel vacío y el plato desnudo, abrazando las tímidas cucharas como brazos yertos de un acero inoxidable, inexorablemente baldío.

Se queda colgando en las cortinas, hace pliegues con la memoria, embarazadamente difuso sobre el recodo de los armarios.

El dolor conoce todas las leyes del infinito, las transforma y las disuelve, las mutila y multiplica. El dolor es el dios de la frágil vida.

A partir de ahora, toca adoptarlo como a un niño desvalido que se sienta a nuestra mesa con el hambre voraz del infinito, con la herida abierta del amor perdido, con la soledad remota del que ha dejado en el camino la mitad de su existencia.

El dolor, madre mía, ahora, es tu sexto hijo.

Te quiero más allá de mi voz y mis contornos.