Todos los días me rindo un poco.

Es como si la aventura vital se hubiera convertido en un extraordinario resort de vacaciones insulsas, sin palmeras ni revoluciones, sin mosquitos tigre ni caipiriñas caducadas. Sin amaneceres eróticos o levitaciones eucarísticas.

Apenas me dura el aliento de un segundo, calzarme el desorden de las zapatillas o recolocarme la menta entre los molares y los caninos.

Sin embargo, todos los días me rindo un poco más.

Lo hago en silencio y de puntillas para no despertar al virus de la melancolía, para no afianzarme en la podredumbre de mi fracaso. Y me miro al espejo con la exacta benevolencia de los que, a pesar de todo, siguen ondeando la bandera de una victoria nueva.

Me peino el cabello y el alma, y salgo a la calle como si no pasara nada, tan solo el viento.