Apenas nos hemos dado cuenta de que la arena ha dejado de existir. Ni siquiera una roca que nos resguarde o un malecón que nos proteja del envite de la ignorancia, de la intolerancia, de la insolidaridad.

El mar se ha quedado desierto con su bravura infinita, con su liberadora tormenta de siglos, con su desgarrado alarido de fauces envenenadas.

Sabíamos que vendría una segunda ola y ni siquiera hemos aprendido a nadar.