Definitivamente no hay palabras.
Parece que están, que se intuyen y adivinan.
Pero son solo un holograma saltando de la mesa al sofá que se agazapa entre los cojines o asoma sus orejitas de tildes enredadas en los fideos y en la crema de calabacín con tintes de agónica ternura.
No están.
Son un espejismo de los días azules de la memoria.
La clarividencia fugaz de las noches en vela.
El letargo definitivo de la herida que supura un volcán de silencios inmensos como legados íntimos de una apatía decadente.
La palabra ya no existe y esta casa, sin la voz, es un féretro que anuncia muertes precipitadas.