Todavía recuerdo la primera vez que me llamaron “señora”. Apenas había cumplido los veinticinco, tenía el peso de una pluma y la memoria intacta como una virgen de telenovela. Fue en Jerez de la Frontera, estaba de gira haciendo de novicia en una obra de teatro y aquel camarero, harto de servir tapas de chopitos; desear el mar: tan lejos- tan cerca o escuchar rugir los motores con una voracidad de gasolina desalmada, me miró de soslayo y soltó un “zeñora” que me traspasó el alma. Aquella zeta díscola, tan amorosamente cercana, me asaeteó el corazón. Ese sábado de abril se cerró una puerta, para abrirse una ventana.
A partir de entonces una se acostumbra a todo. Los años van pasando cruzando apelativos como sombras de moho en las paredes desconchadas. Ser “señora” es símbolo de profundidad en la memoria y lo acoplas a tu vida con la voracidad urgente del calendario. Pero siempre hay un escalón más, y los cambios nunca son buenos, al menos en un principio.
Acaban de llamarme “abuela”, que por mi edad bien lo podría ser, pero es que yo sigo sintiéndome tan virginalmente dispuesta al asombro que me parece imposible que alguien pueda confundirme con una octogenaria en su último aliento de digna decrepitud.
En esta ocasión la niña apenas tiene unos seis años, yo cuadriplico el peso de la pluma y hoy no me he peinado porque no me acuerdo donde he escondido el peine entre esta inmensa maleta de recuerdos y calcetines remendados.
Las aves de la sierra de Cuenca parecen corear calendarios sobre la última cerveza fresca de la tarde. Yo sé que los niños y los pájaros siempre dicen la verdad, pero solo a veces, muy de cuando en cuando.