Llegan nuevos tiempos.
Estamos viviendo unos días de absoluto, excitante y lírico vacío de poder.
Y me encanta.
Es como cuando yo me voy de casa tres días y mi hogar se queda a merced del desorden y la pereza,
de la libertad y la anarquía,
del chocolate a espuertas,
de las pizzas rebosantes de calorías,
de los calcetines del revés y la lavadora lánguida con el suavizante a medio perfumar.
Cuando llego, sigue viva, esperándome con el corazón palpitante de esperanza.
Es así.
Pensar que somos inmortales y necesarios es la peor tontería que pueda imaginar el ser humano.
Todos somos prescindibles.
Afortunadamente.
Y por eso estoy contenta.
España sigue en marcha, como diría el buen poeta.
A pesar del fútbol, de los toros, de las tonadilleras encarceladas, de las caras al sol en las playas de Benidorm.
A pesar de las pataletas antiguas de los que se creían dueños del cortijo gubernamental.
España sigue en pie, y alerta.
España respira y habla.
España tiene voz y se manifiesta.
Estamos vivos.
Somos seres mortales, imperfectos y perecederos.
Somos ese segundo que se vuelve eterno en el inmenso suspiro de una ruta fugazmente magnánima.
Somos el clarividente ocaso que muestra la escuálida luz de una lluvia ingenua a través de los cristales de una historia siempre en movimiento.
Somos la voz.
Somos la palabra.
Somos el futuro.
Porque nuestra voz transciende más allá de este vergonzoso silencio que nos habita.
España se mueve, entiende y perdona.
Pero no olvida.