Cae rodando como un ovillo de vísceras y pústulas encendidas.
Emerge desde el lodo de la incombustible memoria
y va más allá de los muertos que espían nuestra propia soledad de inocencias remotas.
Se agazapa bajo las camas enseñando sus dientes de tormentas furiosas
mientras afila el duelo con la voracidad persistente de una herida sin nombre.
Viene desde muy lejos,
desde la misma explosión del átomo enamorado,
sobre la ignota semilla de la manzana prendida a la lengua azulada de un reptil ocioso
y se mece, lúdicamente encendida,
sobre la pálida interrogante de la vida que tiembla en los fogones del llanto.
No sabe de nombres ni fronteras,
desconoce los códigos de la luz y las virtudes,
pero todo el paraíso es suyo, sobre el lapidario amanecer de los ataúdes.
Es ella la ocupa la casa del alma cuando anochece, sin aviso,
por entre las ventanas de la esperanza.
Es ella la que dispone los cilicios para esta tortura de algodonados precipicios.