No podemos negar que el gran protagonista de esta invierno es el viento. Ese que ha hecho volar tejados, melenas y memorias, que nos ha despeinado la conciencia y ha enredado farolas y palmeras en un baile singular de paisajes encontrados.
Es ese viento que viene, de vez en cuando, a arremolinarnos la esperanza y a traer latidos nuevos donde se había instalado el puro conformismo del complaciente diario. El viento arrebatador y profano, el que golpea ventanas para despertarnos del íntimo sueño de las verdades a medias, el que nos azota inclemente, más allá del terco hermetismo de una historia que yace en las páginas mugrientas de los infelices periódicos.
Más allá de los Apocalipsis inventados, de los Armagedones televisivos o de los Holocaustos persistentes, la propia esencia vital de la naturaleza viene a darnos un toque de atención, una palmadita en la conciencia, una palabra hecha aire para recordarnos la única obligación de todo ser humano: ser feliz.
Así que dejemos que venga, que nos envuelva como a niños recién nacidos y dispongámonos a vivir hoy lo que nunca antes habíamos aprendido, que cada día es nuevo, y cada segundo el principio y fin de una eternidad.