Hace algunos años descubrí que la vida, a la que yo siempre comparaba con un universo infinito e imperecedero, cabía en un bote de cristal.
Después, en un acto de litúrgica fe pragmática, lo lanzaban desde la cima de un monte, al fondo del océano o en el vertedero ilegal pagado por el ayuntamiento corrupto de un pueblo desdichado y maloliente.
Por más que nos empeñemos, o la tintemos de purpurina, la vida es solo eso:
un acto de fe que va, de polvo en polvo, desembocando hacia el olvido de una suciedad consciente.