Lo tenía decidido, de aquella noche no pasaba.
Abrió la puerta de la despensa con un sigilo de escrupulosa tristeza. Todavía quedaban algunas horas para que amaneciera y el desayuno no estaría listo hasta rayar el alba. El silencio era un manto de desoladas ausencias. Quería asegurarse antes de tomar la decisión final, pero su mente, antes esponjosa y tierna, se había convertido en una pétrea masa de recuerdos insistentes.
Se asomó a su dorso, efectivamente, estaba a punto de caducar. “Si él me siguiera queriendo”, pensó, “si todavía se fijara en mis curvas avainilladas… todo sería más fácil”, pero él se había ido con otra, hacía días, a sólo Dios sabe que profundas digestiones. Una historia de película, como tantas otras: atractivo Croissant conoce a recién horneada Ensaimada y decide abandonar a su fiel Magdalena en el mismo límite de la desolación caduca. Ya sin ánimo para desear unos hambrientos jugos gástricos, sólo le quedaba buscar un fin rápido, definitivo y contundente.
Unas horas después, María seguía preguntándose a quién se le había ocurrido, en mitad de la noche, hornear una magdalena hasta dejarla inservible. Limpió como pudo la masa pringosa del suelo del horno y hasta creyó oír un pequeñísimo llanto, como si viniera del fondo de la despensa. No sabe porqué extraña razón, la bolsa de la magdalenas estaba encharcada en agua.
Cuando yo tengo hambre no me resulta tan provechosa, hermosa ni creativa, jeje.
Se dice que «el que tiene hambre sueña con rollos», pues yo que estoy a dieta lo hago con magdalenas suicidas. Besos grandotes.