Volver al origen.
Ser silencio, barro, olvido perpetuo sobre la sed sanguínea de los arcángeles enamorados.
Terminar de ser.
Respirar.
Existir.
Olvidar.
No ser.
No decir.
Enmudecer sobre los alambiques de la existencia y dejarse desvivir entre los enramados de la felicidad innata que engalana balcones con la liviandad fugaz de una existencia vacía.
Renunciar al latido por amor.
Mutilar la voz por amor.
Obligarse a amar por amor.
Volver al lecho transparente del concubinato para desmembrar pétalos ínfimos como vientres maternos para, luego, esperar que un vacío de océanos iguales venga a besarme los pies y, así, haber cumplido el decreto de esta vida vacía en sus entrañas, pétrea y magnánima en sus orígenes más inútiles.
Y que en una lápida, igual a todas, alguien venga a depositar flores de plástico, sin polen ni semilla, mientras una oración, ya sin sangre, intente redimirme de tanto pecado congénito.
Volver al origen, ser silencio y olvidarse del mismo nombre como quien firma su propia sentencia de muerte a escondidas del mundo que grita verdades a medias.
2010
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