Siempre tenemos algo que aprender, Mariflus. Yo ayer, por ejemplo, aprendí que mis canas me daban un toque de distinción y ternura. Como si un polvo de luna se hubiera derramado sobre la raíz efervescente de mi cabello, hace años azabache.
De repente dejaron de ser el símbolo de la decrepitud humana para convertirse en el renacimiento de las fuerzas vivas de la experiencia.
Un niño me llamó «señora» y por fin encontré mi sitio. Había dejado de ser «la hija de», «la hermana de», «la amiga de», «la mujer de», «la mamá de», para ser, soberanamente, «señora».
La edad no importa. A mi padre le salieron las canas antes que los dientes. Lo mismo que a su madre, sólo que ella lo compensaba con ese luto permanente en los vestidos y en la mirada.
Eran otros tiempos, Mariflus. No existía la sonrisa. Todavía no la habían inventado.
En cambio ahora es distinto.
Me siento agredida por los políticos, violada por los falsos profetas de la moral, mancillada por los discretos poetastros que riman soñar con cagar con tal impunidad que les queda tan bello como para ganar los juegos florales como si fueran churros de literarias confiterías mercantiles.
Pero me siento feliz.
He tocado fondo.
Apenas tengo un euro para comprar el pan. Lo suficiente para llenar el estómago con un minúsculo gramo de harina y esperanza.
Todavía tengo mucho que aprender.
Dejad vuestras morales impertinencias, patrióticos emblemas y refloridos sonetos en el descansillo de la escalera. En mi casa viajamos desnudos y yo, ya, con canas.
Todo lo demás es accesorio.
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