Pues sí, MariFlash, «el que se mueve no sale en la foto».
Me lo dijo mi abuelo. Sí, el que no conocí. El que andaba por los pueblos haciendo teatro, aquellos dramas de pre-guerra que parece que auguraban lágrimas eternas en cada rincón de cada casa, de cada pupila, de cada latido perpetuo y desolado.
Ese mismo que bebió el amargo acíbar de las cárceles, del silencio y del cáncer. El mismo que dejó viuda y siete hijos.
«El que se mueve no sale en la foto»,
y el que no es enterrado en tierra santa no va al cielo,
y el que no promete volutas de humo nunca será presidente.
Yo nunca seré presidente, ni llegaré al cielo y siempre salgo mal en las fotos.
Son los nervios, decía mi madre.
En cambio para mi padre es ese espíritu anárquico-piadoso que me ha acompañado siempre y que no han logrado descubrir si es genético, empático o sintomático de una esclerosis arrítmica conceptual.
Al final pensamos que es el destino, que por ser tan grandilocuente, algo habrá tenido que ver.
Pero es cierto, «el que se mueve no sale en la foto».
Se le puede asomar una oreja, la nariz desdibujada por la bruma de la prisa, ese rasgo de añoranza antigua, como de muerte premonitoria, pero ya no es él.
Lo que aparece en esa instantánea es sólo el perfume ensangrentado del brebaje milenario del olvido que persiste por hacerse presente eternamente.
El ser humano, MariFlash, sólo quiere ser eterno, por eso permanece estático frente al objetivo.
Lírico y magnánimo.
Impertérrito y perfecto.
Felizmente pletórico, como si recién hubiera eyaculado sobre la fugacidad de los alambiques yermos.
¡Qué razón tenía mi abuelo! «El que se mueve no sale en la foto», por eso yo sólo conservo las imágenes azules que lamen mi corazón, cada día, con bocados de esperanza.