Cuando dejamos de ser niños nos convertimos en paraguas cerrados.
Miméticas macetas en un balcón sombrío.
Desvencijadas fuentes ocupando parques de siniestras soledades.
Cuando cerramos el libro de los cuentos para abrir el de las cuentas,
y sollozamos por los hospitales con las pólizas impolutas de los mil ocasos
mientras desdeñamos las piruletas que nos regala la planta de neonatos.
Cuando nos despeinamos las trenzas para cosernos los bolsillos,
y las manchas de carmín se interponen a las de nocilla,
entonces suena la tímida alarma que detiene al mundo en su lírico caminar,
entonces llegan los bomberos, la policía y la ambulancia,
pero ya es tarde, la niña que fuimos se ha quedado temblando al fondo del túnel mientras nos sonríe con la voluntad precisa de un adiós definitivo.
Cuando dejamos de ser niños nos convertimos, aunque nos pese,
en tímidos zombis, recién salidos de la peluquería y con la ropa planchada,
listos para comerse el mundo desde el mismo desaliento de la yugular.
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