Han intentado matarme los ciclones de la hipocresía, los virus insurrectos de la incipiente democracia. Me he dejado un codo, la virginidad y varios dientes y ya voy resintiéndome de esta cadera o de aquella rodilla. «Los años no pasan en vano», me lo dijo aquella anciana que vivía en la Biblia y se hartó de parir hijos a la sombra de un hombre, que según la costumbre, era santo. He recorrido el mundo al compás de mis zapatillas y estoy dejándome la esperanza en cualquier esquina del llanto.

Sigo viva.

Mi sombra me acompaña a pesar de la lepra de mi silencio, por eso le cuento fábulas alrededor de una hoguera inventada para que siga aquí, arrítmica e insondable, como yo. Pero tengo mucha suerte, a veces me vislumbro siendo otra que no soy yo y me compadezco de esa otra-mí-misma, de tanta perfección idealizada, de esa bondad de plástico que supuran las esquinas cuadradas del desaliento.

Por eso sigo aquí: desarticuladamente enamorada, lamiéndome las últimas vísceras con la lengua viperina de las verdades incipientes, caóticamente fugaz y tan perecedera como esas hojas que, ahora, crujen bajo mis suelas. Pero dejadme que hoy, y sin que sirva de precedente, me alegre por mi sonrisa y por esta luz de eterna esperanza que, de vez en cuando, cruza por el camino de mi alma.