Pastillas de fresa para la mala conciencia. Unas gotas de jarabe de agua para el dolor de memoria. Tres apósitos de mermelada cuando el desamor aprieta y un masaje en la ternura cuando se altera la neurona del olvido. Hay que seguir una dieta estricta de risas y besos. Ejercicios a diario para los males de optimismo y una faja de gomaespuma desde las cervicales del odio hasta el tobillo de la pereza. No olvidarse de diluir dos grageas de regaliz al llegar el mediodía en medio vaso de suspiros, y tomarse la temperatura, en la frente y con termómetro de lluvia, cada vez que el reloj nos recuerde la hora de reír.
Después, relajarse mirando a levante con los ojos renovados de los niños que fuimos hace apenas dos días y rezar el salmo de los dioses lunares con la devoción azul de los ateos imprecisos. Si acaso la melancolía quisiera persistir, sólo una inyección de luz en la séptima costilla por aquello de evitar un trasplante de sicóticas efervescencias.
Por la noche, eso sí, nunca viene mal la explosión jubilar del lírico supositorio para acabar entregados, sobre la extenuación del paraíso, a la voraz locura del milagro de vivir. Y cortisona para el amor, y aspirinas para la esperanza, y tiritas para las heridas del llanto… y abrazos, y sonrisas, y luz…
Todo eso me encontré cuando, buscando esperanza, me asomé al maletín del enfermero Tarín.
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