Hay amores que se van y ya no vuelven. Besos que se quedan prendidos en el débil paisaje de la memoria. Corazones que andan latiendo sobre la debilidad de los paisajes fríos. Pero ahora, también, hay trenes que se van y ya no vuelven. Y las estaciones se quedan temblando, y las maletas lloran una ausencia de siglos, y los pañuelos se quedan estáticos sin venturosas despedidas.
De repente la capital de España se ha vuelto todavía más inaccesible para los habitantes de nuestro valle y ahora todo queda lejos, demasiado lejos para aquellos que no disponemos del bolsillo necesario, el glamour casi perfecto o el tiempo que nos roban sobre el ocaso de los días estáticos.
Aquella aventura ferroviaria que inaugurarán reinas de postín y ministros descabalados, ha tocado fondo. Ahora otros decorativos príncipes y reyes, junto a nuevos políticos, no menos insolentes, vienen a desmembrar los raíles bajo el palio inclemente del señor capitalismo. Que los que existimos aquí abajo no merecemos gozar las mieles del eterno Madrid castizo.

Foto | Petreraldia