No podemos ponerle freno al avance de la luz, ni al discurrir del viento, ni a la raíz que busca enarbolarse entre la roca diseminada de la historia.
No podemos enclaustrar el tiempo, detener el trepitar del calendario, ni parar el cascarón de la memoria que se renueva cada segundo. No podemos detener el mar… ni la marea ciudadana.
Allá donde miremos, un horizonte de clamorosas manos van tejiendo la lírica alfombra del mañana, el paisaje inmaculado de la esperanza, la silueta perpetua del astro sol que, invariablemente, seguirá iluminando las ventanas salpicadas de lluvia enamorada.
Porque estamos vivos y somos hijos, y somos padres, y apenas acabamos de nacer a la sed del mundo, y yacemos, ancianos, sobre el contoneo persistente de la vida que no ceja en su empeño de empujarnos al camino, senda arriba, riachuelo abajo, silbando la antigua canción de nuestros ancestros.
No, no podemos detener la marea, ni la voz. No podemos enclaustrar el vuelo, ni detener el latido, ni acallar el volteo en la garganta con el silencio crepuscular del olvido, con el filo desvencijado de la inminente guadaña de la ignorancia.
Porque como diría el grande entre los grandes, Miguel Hernández:
“Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.”
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