No es culpa de los peces que beben y beben y vuelven a beber. Tampoco lo es del tamborilero con su ratataplán. Y qué decir de la campana sobre campana o aquella burra cargada de chocolate que sabe Dios dónde iría con tanto dulce, de noche y sin inventarse los afters.

La culpa es del desánimo. Ver como la vida crece hacia adentro, hace raíces en la memoria y te encuentra, conduciendo sin frenos y cuesta abajo, por una autopista donde no hay salida. Ni vuelta atrás. Solo el ruido del recuerdo, el hartazgo de las suelas o el crepitar imprevisible del llanto, ya sin motivo.

Y cualquier noche puede ser buena y cualquier mañana navidad. Todo es relativo, singular e irrepetible. Depende del cristal con el que se mira.

El de una botella de buen vino suele ser el mejor.