Hay maestros que, sin ser expertos en matemáticas, suman, restan o todo lo contrario.

Cuando J.C. entró en el aula 18 del instituto sintió una emoción extraña, no escuchaba ni un solo bostezo, ni una risotada maléfica, ni siquiera ese susurro adolescente-patético que se escapa entre la vergüenza, la apatía o la indiferencia.

Se sintió aliviado. Era lunes y no estaba para fiestas, la mezcla del aburrimiento dominguero aderezado con las declinaciones de latín habían provocado una resaca tan voluminosa que  todavía le duraba.

Ni el paracetamol, ni el serial de media tarde del domingo habían conseguido calmar la ansiedad, tampoco esa siesta sin sueño, sin pesadilla ni orinal habían logrado llevarlo al «Nirvana de la Hibernación Perpetua» (el único objetivo desde que consiguió sacar su plaza fija como profesor de secundaria).

Abrió el temario por la página XLV. Señaló con su dedo índice, de forma aleatoriamente febril,  el primer párrafo, leyó con el tono difuso y el aliento descafeinado:

«Brevis ipsa vita est sed malis fit longior» (Nuestra vida es corta, pero se hace más larga por las desgracias), Publius Syrus. Por cierto, ya tengo vuestras notas: suspendidos, como siempre.

Cicerón levantó la mano de cadáver petrificado, y con su habitual voz ronca como de caverna enclaustrada en los siglos de la historia, sentenció:

«Ut sementem feceris, ita metes» (lo que siembres será lo que coseches).

Anocheció en la mente perfectamente ordenada de J.C., mientras un vómito de insulso desprecio por su vocación le ahorcaba la esperanza. Quedó convertido en cenizas, las que acabaron esparcidas en el despreciado mundo de su lengua muerta.

Al contemplar tan patética escena, y alegre por el deber cumplido, Séneca sacó a pasear su lírica verborrea:

«Si vis amari, ama» (Si deseas ser amado, ama)