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Los niños y los pájaros siempre dicen la verdad (a veces)


Todavía recuerdo la primera vez que me llamaron “señora”. Apenas había cumplido los veinticinco, tenía el peso de una pluma y la memoria intacta como una virgen de telenovela. Fue en Jerez de la Frontera, estaba de gira haciendo de novicia en una obra de teatro y aquel camarero, harto de servir tapas de chopitos; desear el mar: tan lejos- tan cerca o escuchar rugir los motores con una voracidad de gasolina desalmada, me miró de soslayo y soltó un “zeñora” que me traspasó el alma. Aquella zeta díscola, tan amorosamente cercana, me asaeteó el corazón. Ese sábado de abril se cerró una puerta, para abrirse una ventana.
A partir de entonces una se acostumbra a todo. Los años van pasando cruzando apelativos como sombras de moho en las paredes desconchadas. Ser “señora” es símbolo de profundidad en la memoria y lo acoplas a tu vida con la voracidad urgente del calendario. Pero siempre hay un escalón más, y los cambios nunca son buenos, al menos en un principio.
Acaban de llamarme “abuela”, que por mi edad bien lo podría ser, pero es que yo sigo sintiéndome tan virginalmente dispuesta al asombro que me parece imposible que alguien pueda confundirme con una octogenaria en su último aliento de digna decrepitud.
En esta ocasión la niña apenas tiene unos seis años, yo cuadriplico el peso de la pluma y hoy no me he peinado porque no me acuerdo donde he escondido el peine entre esta inmensa maleta de recuerdos y calcetines remendados.
Las aves de la sierra de Cuenca parecen corear calendarios sobre la última cerveza fresca de la tarde. Yo sé que los niños y los pájaros siempre dicen la verdad, pero solo a veces, muy de cuando en cuando.

Cuando el insomnio aprieta, llamemos a los poetas: Gloria Fuertes


A veces no podemos dormir, nos lo impide la memoria, el tránsito de los planetas, aquellos ojos que quedaron prendidos en la soledad del olvido o ese último resquicio de conciencia delirante que se acomoda entre los pliegues baldíos de las sábanas rotas. El tiempo permanece estático en la ventana desierta de vida y sólo un aullido de desenamorados balcones se entremezcla en el crujir rotundo de la cortina. Entonces salen a pasear los fantasmas del miedo con sus aceradas cadenas de nostalgia, deslizándose por el umbral vidrioso de los recuerdos sin cuerpo.
Entonces, cuando una espada de hiriente hielo nos mantiene los párpados abiertos como océanos de nácar, es el momento de llamar a los poetas.

Llantos nocturnos
Soñé que estaba cuerda,
me desperté y vi que estaba loca.
Soñé que estaba cuerda,
cuerda,
tendida en mi ventana,
y en mí habían puesto a secar
las sábanas de mis llantos nocturnos.
¡Soñé que tenía un hijo!
Me desperté y vi que era una broma.
Soñé que estaba despierta,
me desperté y vi que estaba dormida.

Gloria Fuertes de «Aconsejo Beber Hilo (Diario de una loca)» (1954)

Cuando el desánimo aprieta, llamemos a los poetas: Bertolt Brecht

No podemos dejar que el desánimo se instale en nuestra casa, es un huésped molesto, lascivo y ufano que profana nuestro paisaje con el eterno ronroneo de su agria y baldía mirada.
No podemos permitirle la entrada, ni dejar que pruebe nuestro café sobre el azúcar de la memoria, ni que nos cuelgue las cortinas en las ventanas de la esperanza, ni que nos suba el correo siempre con cartas de amor certificadas.
Hay que dejarle marchar, si acaso un saludo rápido y certero, como de amante desconocido, como de enemigo lejano y piadoso. Y, después, mirar a nuestro alrededor con los ojos anegados de infancia y bendecir el segundo en el que lo vimos marchar.
Ahora es el momento, el instante de llamar a los poetas.

Satisfacciones.
La primera mirada por la ventana al despertarse,
el viejo libro vuelto a encontrar,
rostros entusiasmados,
nieve, el cambio de estaciones,
el periódico,
el perro,
la dialéctica,
ducharse, nadar,
música antigua,
zapatos cómodos,
comprender,
música nueva,
escribir, plantar,
viajar,
cantar,
ser amable.

Bertolt Brecht de «Último periodo» (1956)

Poema imperfecto para dos niños con alas

 

                                 Para Diego y Daniel, en su segundo cumpleaños

He acabado sembrando piruletas bajo una seta de chocolate,
escarchando de azúcar la mejilla de la luna
y rebozando de algodón las copas de los árboles
que se mueren de envidia al calor de vuestras risas.
En la mesa ya tengo preparada una fuente de canela lírica,
fresones que se mueren de vergüenza al veros devorando
la nata nívea de los días azules
sobre el impertinente tránsito del calendario.
Es la eternidad hecha caballito de madera,
la duda y el olvido conjugándose en un puzzle
de redondeadas aristas enamoradas,
y esa oronda geografía de la pelota hecha cabriola
sobre la selva ignota de los parques vacíos.
Mirad como se ha llenado de hadas transparentes el horizonte y la lluvia,
como suenan vuestros nombres más allá de la piedra,
como, a pesar de los pozos y el llanto,
la luz sigue emergiendo desde las corolas intactas de la primavera.
Es la explosión de la vida que ocupa vuestros ojos
y desborda las alacenas pletóricas de miel enamorada.
Pero ya es la hora,
plegad vuestras alas,
lavaros las manos
y sentaros a la mesa,
hoy el menú sabe a esperanza
y el postre tiene las raíces inmortales de vuestra memoria.

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