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Cuando el desánimo aprieta, llamemos a los poetas: Bertolt Brecht

No podemos dejar que el desánimo se instale en nuestra casa, es un huésped molesto, lascivo y ufano que profana nuestro paisaje con el eterno ronroneo de su agria y baldía mirada.
No podemos permitirle la entrada, ni dejar que pruebe nuestro café sobre el azúcar de la memoria, ni que nos cuelgue las cortinas en las ventanas de la esperanza, ni que nos suba el correo siempre con cartas de amor certificadas.
Hay que dejarle marchar, si acaso un saludo rápido y certero, como de amante desconocido, como de enemigo lejano y piadoso. Y, después, mirar a nuestro alrededor con los ojos anegados de infancia y bendecir el segundo en el que lo vimos marchar.
Ahora es el momento, el instante de llamar a los poetas.

Satisfacciones.
La primera mirada por la ventana al despertarse,
el viejo libro vuelto a encontrar,
rostros entusiasmados,
nieve, el cambio de estaciones,
el periódico,
el perro,
la dialéctica,
ducharse, nadar,
música antigua,
zapatos cómodos,
comprender,
música nueva,
escribir, plantar,
viajar,
cantar,
ser amable.

Bertolt Brecht de «Último periodo» (1956)

Cuando la incultura aprieta, llamemos a los poetas: Gabriel Celaya

Vivimos tiempos grises para la poesía, para la música, para la escena, para el payaso y la trompeta. Vivimos tiempos grises ante una incipiente primavera que no llega.
Pero hay que levantarse todos los días con el pie derecho, tocar madera y rezar a Santa Rita una oración inventada. Hay que seguir manteniendo una fe que, de tanto usarla, ya tiene los dobladillos deshilachados y los botones de nácar se han deformado de tanto buscarles la vuelta.
No es bueno pensar, no es bueno crear, no es necesario escupir ni pétalos ni espinas. Es mejor quedarse en casa, aplaudiendo frente al televisor y salir sólo, cada cuatro años, para depositar la papeleta en la urna con la esperanza de que algún día nos hagan caso.
Corren malos tiempos para la cultura, entonces tendremos que llamar a los poetas.

Biografía.
No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica, te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: Morir.

Gabriel Celaya de «Itinerario poético» (1977)

Cuando el grito aprieta, llamemos a los poetas: Ángel González


Como un río de vendavales azules, el grito emerge desde la soledad del silencio para instalarse en las bocas hambrientas de vida. Sólo un rumor de vocablos baldíos que encadenan deseos sobre la lava del tiempo, ya petrificada en las memorias imberbes. Es el aullido de la impotencia y el frío, la puerta cerrada que oculta candados en la fiereza del deseo, la desvestida ventana por la que circulan gentes con el rostro ensimismado en la escrupulosa desidia. Todos gritan, pero hacia dentro, sobre el pozo crepuscular de sus ojos vacíos, sobre el latido fugaz de sus vísceras desenamoradas.
Es entonces, el momento de llamar al poeta para que traiga el grito hecho verso, hecho luz en la noche del calendario.

Elegido por aclamación
Sí, fue un malentendido.
Gritaron: ¡a las urnas!
y él entendió: ¡a las armas! -dijo luego.
Era pundonoroso y mató mucho.
Con pistolas, con rifles, con decretos.
Cuando envainó la espada dijo, dice:
La democracia es lo perfecto.
El público aplaudió. Sólo callaron,
impasibles, los muertos.
El deseo popular será cumplido.
A partir de esta hora soy -silencio-
el Jefe, si queréis. Los disconformes
que levanten el dedo.
Inmóvil mayoría de cadáveres
le dio el mando total del cementerio.

Ángel González de «Grado elemental» (1962)

Cuando el silencio aprieta, llamemos a los poetas: Rafael Alberti

De repente la vida se queda muda. Las calles se aletargan en un silencio permisivo y a un eco de llantos ahogándose detrás de las persianas. Se enmudecen las fuentes y sobre el horizonte de la desidia, el viento de la costumbre y el conformismo instala sus zarpas sobre los violines callados.
Una esfera de impotentes aristas se desangra sobre la memoria.
Ya no canta nadie, ni siquiera se escucha el eco de una nana para dormir a los huérfanos del beso.
Es el momento de levantar la voz.
Es el momento de llamar a los poetas.

Canción 12
Sé que el hambre quita el sueño.
Pero yo tengo que seguir cantando.
Que la cárcel nubla el sueño.
Pero yo tengo que seguir cantando.
Que la muerte mata el sueño.
Pero yo tengo,
yo tengo que seguir cantando.

Rafael Alberti de «Baladas y canciones del Paraná» (1953-1954)

Cuando la vejez aprieta, llamemos a los poetas: Miguel Hernández


El espíritu de la lucha no se ha quedado mudo.
No se ha quedado petrificado en el plasma de un «guonderbra» envolvente en tres dimensiones, sobre los subtítulos de un Yoda que nos invita a ser nuestro padre, más allá de la comunión y el catecismo.
No nos hemos quedamos parapléjicos de esperanza, desvirtuados en tres dimensiones, y ni los reset ni los «game over» nos hacen desistir. La juventud lleva un reguero de sangre de todas las sangres del universo.
Pero cuando la vejez se asoma por entre las rendijas del pueblo, es hora de llamar a los poetas.

 

La vejez de los pueblos.
El corazón sin dueño.
El amor sin objeto.
La hierba, el polvo, el cuervo.
¿Y la juventud?
En el ataúd.
El árbol solo y seco.
La mujer como un leño
de viudez sobre el lecho.
El odio sin remedio.
¿Y la juventud?
En el ataúd.

Miguel Hernández de «Cancionero y Romancero de Ausencias» (1941)

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