Bienvenidos al hogar de mi alma

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DIOS APRIETA…

Pero… ¿no ahoga?

¿Y si todos estamos viviendo una vida de náufragos ahogados en el océano de la incertidumbre?

¿Y si el oxígeno solo fuera un invento de los desmemoriados, de los ilusionistas que buscan la perfección en las olas ciegas, en las playas vacías, en la inmensidad finita de un destinto ciertamente baldío?

Quizá mejor reinventar las formas:

«Dios ahoga… pero no aprieta»

Desenredando la infelicidad

Al final va a tener razón, Marifeli, aquel que acabó planchando huevos y friendo corbatas. El mundo está patas arriba, y no es que yo tenga especial preferencia por el orden y los métodos establecidos, que ya me conoces tú en mis desvaríos y rarezas genéticas, pero es que hay ciertos discursos que ya suenan como a tontuna colectiva e idiotez extrema.
Y es que vivir en un mundo de felicidad plastificada tiene estas terribles consecuencias.
Nos miden la cintura pero no el cerebro.
Nos controlan la cuenta bancaria pero no el bolsillo.
El amor se encuentra en un plató de televisión y tu único oficio es enseñar la abominable musculatura de tu ignorancia (y viceversa).
La luna está demasiado lejos y la verdad viaja entre los asteroides del miedo, organizando órbitas de palabras inútiles.
El miedo lo ocupa todo y la desgana es la reina de todos los postres, por eso seguimos aplaudiendo coronas y cuernos a partes iguales.
Hemos tocado fondo sobre el rancio andamiaje de una sociedad sin suelo porque elegimos el oscuro palpito de las cavernas antes que el dulce crepitar de un horizonte sin velos.
Hoy es el momento de comer manzanas y polen.
La infelicidad vive en el sollozo extremo de la ignorancia, en el estable galeón del conformismo, en el enamorado laberinto de nuestro propio tanatorio.
No vamos a esperar más, despleguemos la luz, este es el instante, y mañana siempre es tarde para retomar el vuelo.

Cuando el insomnio aprieta, llamemos a los poetas: Gloria Fuertes


A veces no podemos dormir, nos lo impide la memoria, el tránsito de los planetas, aquellos ojos que quedaron prendidos en la soledad del olvido o ese último resquicio de conciencia delirante que se acomoda entre los pliegues baldíos de las sábanas rotas. El tiempo permanece estático en la ventana desierta de vida y sólo un aullido de desenamorados balcones se entremezcla en el crujir rotundo de la cortina. Entonces salen a pasear los fantasmas del miedo con sus aceradas cadenas de nostalgia, deslizándose por el umbral vidrioso de los recuerdos sin cuerpo.
Entonces, cuando una espada de hiriente hielo nos mantiene los párpados abiertos como océanos de nácar, es el momento de llamar a los poetas.

Llantos nocturnos
Soñé que estaba cuerda,
me desperté y vi que estaba loca.
Soñé que estaba cuerda,
cuerda,
tendida en mi ventana,
y en mí habían puesto a secar
las sábanas de mis llantos nocturnos.
¡Soñé que tenía un hijo!
Me desperté y vi que era una broma.
Soñé que estaba despierta,
me desperté y vi que estaba dormida.

Gloria Fuertes de «Aconsejo Beber Hilo (Diario de una loca)» (1954)

Descreyendo en las celebraciones

Creo que voy a acabar por repudiar todas las celebraciones. Ayer me llegaron más de un millón de mensajes felicitándome en el Día de la Mujer. La mayoría de ellos con bendiciones tan antiguas como que somos perfectas, tenemos un alma grande, amamos por encima del bien y del mal, nos entregamos sin condiciones y mil chorradas más que estarán muy bien para aquellas que empiezan a sentirse con la «libido femenina» en plena explosión, pero una que ya soporta sus «nosecuantos», estas declaraciones le sientan como una patada en la misma dignidad de la memoria.
Escúchame, Marifloja, y pon toda la atención. En mi casa, como en la tuya y en la del resto, todos los días son el día de la mujer. Todos los días se guisa, se lava y se remiendan penas y calcetines a partes iguales. Mi alma es la misma, en tamaño y forma, que la del resto del año, a veces, eso sí, un tanto alicaída por aquello de compensar los biorritmos, no se vayan a creer que somos de mármol. Yo no soy mejor ni peor que un hombre, ni siquiera mejor ni peor que un perro, ni tampoco mejor ni peor que aquella flor de almendro que ya se cuela por mi paisaje de incipiente primavera. Así que menos palabras y más hechos. Menos felicitarme y más ayudarme. Menos darme golpecitos en la espalda para que me calle como una niña chica y más abrazos de esos que rompen la respiración de pura sinceridad. Que todos sabemos darle al «reenviar» del ordenador y una ya no está para creer en cuentos de hadas.

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