Los seres humanos somos lanzados al vértigo de la vida sin manual de instrucciones, sin máculas ni pecados, sin conciencia ni valores, sin más sentimiento que la pura necesidad de supervivencia. Todo vendrá determinado según lo que recibamos.
A estas alturas es momento de sacar conclusiones, lecturas positivas, pero no ese positivismo de flores pintadas con purpurina, mariposas posadas en jardines de bucolismo vomitivo o corazones entrelazados con flechas flexibles como gominolas de fresa y plátano.
Tampoco me sirven los mensajes divinos, ni los ángeles flotando entre orondas musas que declaman frases de filósofos enamorados de su propio ombligo.
Las madres nunca cumplen años: los reconvierten, los descumplen, los resucitan y los utilizan como encaje que cuelga en las cortinas de la memoria, sobre los sillones de la alegría o en las mesitas de té con inmaculadas hojas de alegría.
Ellas saben remendar cualquier desgarro en el tapiz del corazón, ponen parches de saliva milagrosa en las heridas y siempre ponen la sal justa aunque sean postres aderezados sólo con ternura.
Ya lo dice el refrán: «Madre no hay más que una…» al resto del mundo lo encontré en la calle.
Hoy cumplo un año más, y ya van 56. Si echo la vista atrás creo que he podido disfrutar de una vida plena en la que se han ido alternando éxitos y fracasos, alegrías y tristezas, dolor y placer, casi a partes iguales, lo cual me lleva a entender que ha sido, ante todo, una vida auténtica, ni más ni menos como la de la mayoría.
Sin embargo, hoy tengo que exponer un pequeño matiz: este año apenas lo estoy usando, hay semanas que las he pasado entre el silencio sepulcral del miedo y la mimética soledad de la incertidumbre. El paisaje de mis ojos se ha empequeñecido hasta convertirse en un ovillo de diminutas fibras clandestinas, un minúsculo ojo de buey como el de los herméticos camarotes de los barcos.
Por eso ruego, a quien corresponda, que este año me lo cuenten por menos. Una rebaja razonable a tenor de los días no gastados. Si admiten mi propuesta haganmela llegar lo antes posible. Yo les enviaré, contra reembolso y sin remitente, todas aquellas horas que no me sirvieron para nada.
Tengo en mi casa un campamento de virus. Seres tan invisibles como la muerte, tan minúsculos como un silencio, tan anodinos como esas motas de polvo que se quedan temblando en las esquinas de los armarios, imperceptibles y transparentes: fantasmas insustanciales de una historia detenida.
Pero lo cierto es que ya los siento como míos. Son parte de mi familia: évola, gripe, varicela, VIH, herpes… les encanta ponerse nombres singulares y complicados y tan retorcidos como una monarquía. No digo más, al último lo han bautizado como coronavirus.
Aunque nos asusten, en el fondo, son seres entrañables. Una acaba tomándoles cariño. Creo que voy a adoptarlos.
«Hacedora de versos» (lo que la RAE llama poetisa)
Maceradora de palabras en casi todos los formatos.
Actriz a ratos.
Madre en prácticas.
Ama de casa en contrato indefinidamente temporal.
(Para saber del currículum completo, preguntar sin vergüenza. Se responde a todo y, de vez en cuando con la verdad.
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