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LA LLUVIA TRAS LA LLUVIA

La alarma del móvil me ha dicho que va a llover.

Es normal. Ya estamos en otoño.

He recogido la ropa tendida y bajado las persianas.

Las ventanas siguen embarradas de recuerdos y memoria precisa.

Mi madre está en casa. Le abriga la luz de de los alientos ausentes, de las miradas presentes y de toda la eternidad que, como un paraguas de luz, se despliega a través de sus ojos.

Igual mañana salen a pasear los caracoles y se encuentran con mi padre. Él los espera paciente, despacio, entre el romero y el cantueso. Ellos lo invitan al dulce sueño de los siempre vivos.

La lluvia purifica.

Quizás alguien está llorando allá arriba.

Aquí adentro también llueve.

Dejaremos que caiga como una cortina de luz.

EL OTOÑO, LA LLUVIA, EL SILENCIO.

No nos ha dado tiempo a desplegar los paraguas. Y llueve.

Y ahora, de repente, se ha instalado el otoño.

Es cierto que asomándose octubre por las esquinas del calendario toca alargarse las mangas, cubrirse las rodillas e inventarse un dobladillo más para las díscolas faldas del verano.

Pero siempre sucede igual: de forma instantánea, sin avisar, dejándonos en mitad de una frontera vestida entre hojas ocres y el salitre espumoso de la arena.

No queda tiempo para la añoranza.

Solo quedar seguir camino y esperar que el sol, de nuevo, aparezca sobre el horizonte de la esperanza.

Quizás mañana. O tal vez nunca.

Fluir, como fluye el silencio en la incógnita de todas las despedidas.

MIÉRCOLES 3 XL: La lluvia

La lluvia se ha asomado a mi ventana dejando una estela de melancólica presencia. Resbala cándida, con la tranquilidad necesaria que ofrece la supervivencia. Con la monotonía crepuscular de los días iguales. Con ese ritmo pausado que se asoma por los calendarios sin nombre.

Las minúsculas gotas me hablan de la fragilidad del ser humano, de la fugacidad de la vida, de lo anodino que resulta, últimamente, el sabor de las manzanas, ya sin riesgo ni pecado. Y en singular baile de acuosas piruetas, me revelan los misterios allende del silencio.

La lluvia ha visitado mi ventana, se ha quedado aquí, estática, ella también, como yo, teme volver al asfalto.

La lluvia… por fin

Despacio, como relamiendo el asfalto,
la pura sed del atropello,
la mimética beatitud de las ventanas que corren
sus velos sobre el alfombrado crepitar de los cojines.
Y llueve…
llueven injusticias…
llueven soledades…
llueve hambre…
llueve la eterna desazón del que no sabe como abrocharse la vida,
como desmembrar su eco,
como tiznarla con el azúcar preciso y el acíbar suficiente.
Y los paraguas saben a atropello,
a lenguas que se cruzan en conversaciones no latentes,
a díscolas madreperlas que crecen, huérfanas,
en el oscuro laberinto de una despedida sin norte.
Pero llueve… y eso es lo importante…
este torrentero de líquida armonía, se llevara el silencio,
la ira que nos divide,
el odio que nos limita,
y ese sabor a rancia primavera comprada
en los mercados que especulan con la sangre de tanta víctima inocente.

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