La luz vuelve a la luz con el silencioso estallido de una burbuja de humo que retoma el camino de vuelta a casa.
Se hace presencia visible en la corolas de la memoria, mientras hilvana pétalos sobre las mantas alfombradas por la ausencia.
La luz teje con agujas de plata sobre el vértice de una luna virginal y voluble.
Pero aquí sigues tú, recién vestido con los tules de la lluvia, de la lluvia enamorada -mitad corazón, mitad brisa-. Y el mar, al fondo, tras las colinas, con su fidelidad precisa de arena blanca y caracolas limpias.
Si Julio Verne hubiera podido imaginar esta situación, quizás se habría olvidado de la Luna, del fondo del mar o del centro de la Tierra.
Hace ochenta días que la fantasía del escritor ha quedado tan anacrónica como ridícula. A nadie le apetece conocer más allá de lo que habita frente a su ventana, sobre la acera de su barrio o en los rincones mutilados del dormitorio.
Llevamos ochenta días viajando sobre los fluctuantes envites de una incertidumbre que parece agrandarse sobre la delgada línea de lo permisible y lo prohibido, de lo divino y profano, de lo virginalmente bendecido bajo las banderas que ondean sus tímidas agonías amordazadas.
De repente, Phileas Fogg se ha convertido en un aguerrido cirujano.
El leal Jean Passepartout es el enfermero del aliento y la pericia.
Mientras, la dulce Aouda, como una matrona de vainilla, regala esperanza y vida bajo el sopor y el cansancio de tan largo viaje.
«Hacedora de versos» (lo que la RAE llama poetisa)
Maceradora de palabras en casi todos los formatos.
Actriz a ratos.
Madre en prácticas.
Ama de casa en contrato indefinidamente temporal.
(Para saber del currículum completo, preguntar sin vergüenza. Se responde a todo y, de vez en cuando con la verdad.
COMENTARIOS RECIENTES