¿Y si cuando me abran la puerta, cuando pueda salir de aquí no recuerdo el nombre de las calles, la dirección de las perfumerías o las esquinas donde venden los claveles las floristas?
Y si ya no vuelven a abrir las librerías ¿qué será de los libros antiguos que no tienen nombre? ¿Qué será de las epopeyas cercanas que nadie ha escrito todavía?
Cuando abran la puerta ¿encontraré el camino de vuelta a casa de mis padres? ¿Quitarán los cerrojos a los desangelados parques?
¿Qué será de mi vida cuando me abran la puerta y me devuelvan las llaves?
El tiempo se ha detenido en el vértice fugaz del calendario convirtiendo los domingos en días de diario. Ya no existen los festivos.
El reloj, desoyendo la lógica, ha detenido sus manecillas para imponer el ritmo mortecino del vacío.
Detrás de la ventana ya no existe la noche y el día, sólo la oscuridad y el brillo deshilado de un astro inalcanzable. El sol sigue esculpiendo sombras sobre los edificios en los que la gente se agazapa tras las cortinas.
Sin embargo, puedo escuchar la sinfonía jubilosa de río. Más azulado que nunca. El piar armonioso de las tórtolas. El canto floreado del jilguero sobre el volcán desmesurado de las acacias. Hasta aquí llega el rumor de las alcachofas que discuten, alborozadas, con un ramillete de obstinados espárragos. El limón, desbordado de ácido enamorado, invita a la naranja a la siesta de las fresas. Y la huerta, en profundo éxtasis, amplifica el eco de sus tímidas criaturas.
Me siento a escuchar la gélida torpeza de mis pensamientos, y sólo me llega el rumor de una única palabra: paciencia.
Este año vamos a vivir una Semana Santa distinta. La vida lo ha querido así. Por fin los católicos van a cumplir con los designios de su Mesías: recogimiento, humildad y reflexión.
Este año los fastos boatos, las rutilantes luces, los cucuruchos de raso y las medallas en el pecho van a dar paso a ese silencio sepulcral que merecen todos los ajusticiados. Otra acto más para poner a prueba la verdadera fe.
Las esculturas demacradas, las vírgenes dolientes y los cristos supurando heridas milenarias, van a quedar encerrados en sus templos como si se les hubiera condenado al vacío del holocausto. Por fin se han nivelado con la raza humana.
Mientras tanto, vamos a seguir «mirando el lado brillante de la vida».
«De alguna manera tendré que olvidarte. Por mucho que quiera no es fácil, ya sabes. Me faltan las fuerzas. Ha sido muy tarde. Y nada más, y nada más. Apenas nada más.
Las noches te acercan y enredas el aire. Mis labios se secan e intento besarte. ¡Qué fría es la cera de un beso de nadie! Y nada más, y nada más. Apenas nada más.
Las horas de piedra parecen cansarse y el tiempo se peina con gesto de amante, de alguna manera tendré que olvidarte. Y nada más, y nada más. Apenas nada más.»
La obediencia es la primera lección que aprendí tras mi nacimiento.
Es lo que tiene ser la primogénita de una familia obrera y numerosa, nacer en un país fascista, estudiar en un colegio de monjas y tener el polvorín justo para dos petardos sin mecha que sólo se han quedado en los vértices de unas palabras sin rima.
He rezado tantos rosarios que he perdido la cuenta y las cuentas. El estómago me regurgita: tengo indigestión de sapos y culebras. Y en la espalda no me queda hueco para más puñaladas.
Ante tal panorama, el perdón fue la segunda lección.
Y ahora, llegado este momento, me toca resucitar mis dos grandes lecciones:
Obedezco. Me quedo en casa. Uso guantes y mascarilla una vez a la semana, cuando salgo a comprar los víveres justos para abastecernos. Limpio con lejía. No beso a mi marido ni a mi hija. Respiro a ratos y sin nocturnidad ni alevosía. A mis padres y a mis hermanos los veo a través de fotografías y hablo mucho, hablo en silencio para no desentonar con este místico holocausto que nos habita.
Perdono. Apenas sé de nada, por lo tanto, perdono. No soy gestora, política, médica, científica, sólo soy una aprendiza de casi todo y maestra de casi nada. Las monjas también me enseñaron a perdonar. Sin embargo, aquí todavía estoy en primaria. Para llegar a bachiller, creo que me quedará, como mínimo, otra vida.
Asumo mi condena: yo también soy verdugo.
Mientras tanto, aquí estoy. Aquí estamos.
La vida nos ha condenado para darnos una nueva oportunidad.
«Hacedora de versos» (lo que la RAE llama poetisa)
Maceradora de palabras en casi todos los formatos.
Actriz a ratos.
Madre en prácticas.
Ama de casa en contrato indefinidamente temporal.
(Para saber del currículum completo, preguntar sin vergüenza. Se responde a todo y, de vez en cuando con la verdad.
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