Soy mi reina y lo sé.
Ayer mismo me ajusté la corona, la faja y la memoria.
Me noto el útero suelto y las vértebras descabaladas.
Apenas me quedan muelas y el hígado me suspira como un moribundo sin la extrema unción.
Sin embargo, sé que soy mi reina,
lo percibo en mí misma, en mi memoria,
en el último aliento de este desequilibrio hormonal que me habita.
En este llanto prematuro que, aunque nadie lo entienda,
anuncia una puerta cerrada sobre el torrencial de la infancia,
sobre la fluidez, ya caduca, de mi juventud marchita.
Soy de esas reinas republicanas que viven su exilio con la dignidad enamorada del recuerdo perpetuo
pero que se resisten a la partida definitiva,
al hoyo profundo del último eco.
Soy mi reina y lo sé.
Y domino el paisaje que rodea mi subsistencia.
A veces con el acierto preciso de una diosa magnánima,
otras, la mayoría, como la eterna principiante sobre el trémulo cabalgar de la vida.
Soy mi reina y…
lo sé siempre que no se me olvida.