Nos molesta la vida.

Sólo tienes que encender la televisión, dejarte deslizar por la página de un periódico, mimetizarte o abrir la puerta de tu casa hacia la calle. Sólo tienes que dejar de mirarte el ombligo para descubrir que la vida fluye a tu alrededor. Esa vida molesta, díscola, despiadada o mística; esa vida infinita que se enreda, a bocados intensos, sobre una humanidad que camina hacia las insondables fosas de un destino incierto.

Nos molesta la vida.

Opciones políticas para todos los gustos, conciencias y bolsillos. Palabras rimadas, versos huecos o pellizcos de alma. Cadáveres infinitos hilados en el recuerdo imperecedero de un instante. Voces que quedarán impresas en los muros etéreos de una Red tan maquiavélica como sacrosanta. Pero no es suficiente.

Nos molesta la vida.

Nos angustian los cambios, nos agobian los distintos, desconfiamos de lo desconocido. No queremos que nuestra mano izquierda sepa lo que hace la derecha (lo dice la Biblia). Preferimos seguir siendo el único habitante de un gigantesco ombligo, el Narciso primigenio de una egolatría enquistada en la memoria. Nos asusta el olvido.

Nos molesta la vida.

Odiamos el latido, la esperanza, la luz y el misterio. No queremos lanzarnos al vacío de la lluvia y odiamos los trapecios sobre el fondo indeciso de una red sin aristas. Nos sobra el pulmón del oxígeno, somos entes vacíos de riesgo que buscan el orto ineficaz del silencio.

Nos molesta la vida.

Hemos llegado al fondo.